No soy muy amante de los animales, la verdad es que los insectos, sobre todo, siempre me han dado mucho asco. Un día, una amiga me sugirió mirar los cursos que ofertan en el centro cultural del barrio y, cuando entré y vi anunciado un taller de insectos para niños, me picó la curiosidad.
No porque me encanten los bichos, sino porque mi hijo, que tiene siete años, estaba empezando a desarrollar un miedo exagerado a cualquier cosa que se moviera y tuviera patas. Una mosca en la cocina era un drama. Un saltamontes en el parque le hacía querer huir. Así que me pareció una buena forma de acercarlo a ese mundo desconocido, y de paso, revisar yo misma los prejuicios que tenía sobre ellos.
No esperaba gran cosa, la verdad, pero el resultado fue completamente distinto. No solo lo pasó bien: salió emocionado, hablando de bichos bola, mariquitas y escarabajos como si fueran sus nuevos amigos. Y yo, que fui con la idea de acompañarlo y poco más, salí con una visión mucho más clara de la importancia real que tienen los insectos para la vida en la Tierra, y también de los que conviene tener vigilados en casa.
Un taller que cambia el chip
El taller se llamaba “Descubre a los insectos”, y estaba pensado para niños de entre 4 y 8 años. La actividad comenzó de una forma muy sencilla pero muy efectiva: preguntando a los niños (y a los padres, de paso) por qué nos dan miedo los insectos. ¿Es por su aspecto? ¿Por lo rápido que se mueven? ¿Por qué no los entendemos? Y claro, ahí me di cuenta de que muchas de esas respuestas no eran racionales, sino más bien automáticas. Educadas, incluso. Muchas veces copiamos los gestos de asco o susto de los adultos sin preguntarnos por qué.
Después pasamos a observar distintos insectos disecados, metidos en cajas de cristal. Escarabajos, mariposas, chinches, libélulas. Había una pequeña colección, muy bien conservada, y una lupa para que los niños pudieran ver de cerca las alas, las patas y las antenas. Les contaron qué tipo de alimentación tenían, en qué ambientes vivían, cuánto tiempo podían vivir y cómo se protegían. El monitor explicaba cada detalle con una pasión que se contagiaba. Recuerdo que mi hijo me miró al ver un escarabajo rinoceronte y me dijo: “¡Qué chulada!”.
De hecho, como leí en Bio Soluciones Agro, un asesor técnico de plagas y control biológico en el Dpto. I+D de un distribuidor de fitosanitarios, “hoy en día, la mayoría de niños están desconectados de la naturaleza y muchos ni siquiera han cogido un insecto con las manos. Pero en los cursos que imparto de concienciación medioambiental de insectos, me he encontrado a niños que les causaba pánico el bicho dentro del cristal pero que a lo largo del taller se acababan atreviendo a coger al insecto vivo”.
Y eso es lo que yo experimenté con mi propio hijo ese día.
Es hora de perder el miedo a los insectos
La parte más potente del taller llegó cuando sacaron a los insectos vivos. Lo hicieron con cuidado y calma. Primero los mostraron, explicaron por qué eran inofensivos, y luego ofrecieron a los niños tocarlos o cogerlos si querían. Y ahí ocurrió algo que me dejó impresionada.
Uno de los bichos que llevaban era el típico bicho bola, un insecto pequeñísimo que se enrolla cuando lo tocas. Nada agresivo. Nada que pique. A mi hijo le costó un poco, pero acabó poniéndolo en la mano. Al ver que no pasaba nada, que el bicho se movía despacito y que incluso hacía cosquillas, le cambió la expresión. Fue como si de repente el miedo desapareciera. Ya no era una amenaza, era algo curioso.
Ese cambio, verlo en directo, me removió. Pensé en cuántas veces le había dicho “¡cuidado con ese bicho!”, cuando en realidad el pobre animal solo estaba haciendo su vida. Cuántas veces había reforzado sin querer esa reacción exagerada en mi hijo. Y cuántas veces, en general, repetimos esas cosas sin pensar.
Lo que los insectos hacen por nosotros
Una parte del taller estuvo centrada en entender qué papel tienen los insectos en la biosfera. Se explicó con dibujos, cuentos y ejemplos visuales que los niños pudieran entender. Pero yo también aprendí un montón.
No todos los insectos son iguales, claro. Pero muchos de ellos cumplen funciones que son absolutamente necesarias para el equilibrio de los ecosistemas:
- Las abeja: Poco se puede añadir a lo que ya se ha dicho de las abejas. Sin ellas, la polinización se reduciría drásticamente. Eso afectaría directamente a muchas plantas, flores y cultivos. Y por tanto, a nuestra alimentación. Pero lo interesante del taller fue ver cómo se lo explicaban a los niños: con fruta, dibujos de campos en flor y la promesa de que si cuidamos a las abejas, tendremos más fresas.
- Las mariquitas: No tenía ni idea, pero las mariquitas se alimentan de pulgones. Es decir, actúan como un insecticida natural en huertos y jardines. Son pequeñas aliadas que ayudan a mantener las plantas sanas. En el taller pusieron el ejemplo de un huerto urbano y cómo las mariquitas ayudan a protegerlo sin necesidad de usar productos químicos.
- Las lombrices: Aunque no son insectos (se encargaron de aclararlo bien), sí se habló de su función. Remueven la tierra, la airean, la enriquecen. Son fundamentales para la fertilidad del suelo. Y sí, dan cosa. Pero son verdaderas obreras de la naturaleza.
- Las mariposas: Más allá de su belleza, también cumplen con funciones polinizadoras, aunque menos eficientes que las abejas. Pero el simple hecho de tenerlas en un jardín ya es señal de buena salud en ese pequeño ecosistema.
Cómo podemos ayudarles
Otro de los momentos más bonitos del taller fue cuando explicaron qué necesitan los insectos beneficiosos para sobrevivir, especialmente en épocas de calor. Fue una parte muy práctica, porque salieron ideas sencillas que podemos aplicar en casa o en un balcón.
Por ejemplo:
- Colocar pequeños bebederos: Tapas de botellas con agua y algunas piedritas para que puedan posarse sin ahogarse.
- No usar pesticidas ni insecticidas agresivos: Especialmente si tienes plantas o huerto. A veces matamos más de lo que queremos.
- Hacer un refugio de insectos: Nosotros hicimos uno en el taller con cajas de madera, piñas, cañas, heno seco y cartones. Se trata de construir un espacio con huecos donde puedan refugiarse e hibernar.
Este pequeño hotel de insectos nos lo llevamos a casa y lo pusimos en el balcón. Mi hijo se encargó de elegir el sitio y de mirar cada día si venía algún “inquilino”.
Fue precioso ver cómo se generaba ese vínculo con la naturaleza desde algo tan sencillo.
También hay que saber cuáles evitar
La otra cara de la moneda también se tocó. Porque no todos los insectos son beneficiosos, y no todos deben tratarse como amigos. Y es importante enseñar esto a los niños, sin alarmismo pero con responsabilidad.
- Cucarachas: Pueden transmitir enfermedades, se reproducen muy rápido y no aportan beneficios evidentes en un hogar. Hay que mantener la limpieza, evitar restos de comida, y sellar grietas. En caso de infestación, mejor contactar con profesionales.
- Mosquitos: Más allá de que sus picaduras son muy molestas, algunas especies son vectores de enfermedades como el dengue, el zika o el virus del Nilo. No hay que vivir asustados, pero sí usar repelentes adecuados y evitar agua estancada.
- Avispas: No son lo mismo que las abejas. Las avispas pueden picar varias veces, y aunque algunas especies cazan plagas, en zonas urbanas o cerca de niños es mejor alejarlas. Si hacen nido en casa, es fundamental retirarlo con ayuda profesional.
- Chinches de cama: Otro de los insectos que conviene controlar. No son peligrosos en el sentido tradicional, pero suponen un problema de salud y limpieza. En este caso, la prevención es la mejor arma.
Aprender a convivir, no a exterminar
Uno de los mensajes más potentes del taller fue este: no se trata de exterminar a todos los insectos, sino de aprender a convivir con ellos, entender su papel, y saber distinguir cuándo ayudar y cuándo mantener la distancia. El miedo muchas veces nace de no conocer. Y una vez que se entiende cómo funciona ese pequeño mundo, el respeto y la curiosidad ocupan el lugar del asco o el susto.
Desde ese día, mi hijo ya no grita si ve una araña. Me pregunta qué es, si hace algo bueno, si puede cogerla. Hemos aprendido a observar más. A dejar que las mariquitas sigan su camino. A ponerles agua. A no matar por costumbre. Y también a estar alerta con los que no deben estar en casa.
Ver los bichos con otros ojos
Ir a ese curso fue una de esas decisiones que haces pensando en tu hijo, pero que te acaban cambiando la vida a ti también.
Ahora, para nosotros los bichos no son “cosas raras” que hay que aplastar con una zapatilla, sino parte de un mundo enorme, necesario y fascinante que los necesita para seguir girando. Y ver a mi hijo disfrutando con ellos, sin miedo, fue un regalo.
A veces solo hace falta una tarde, una actividad bien planteada y un poco de atención para que cambien muchas cosas. Si tienes la oportunidad de llevar a tu hijo a un taller así, no lo dudes. No solo lo pasará pipa. Aprenderá algo que no enseñan en ningún libro: a respetar la vida en todas sus formas, incluso las más pequeñas